Javier era un joven que vivía el día a día sin mucha dirección. Se levantaba, iba a la escuela, regresaba a casa, jugaba videojuegos y se iba a dormir.
Un día, su abuelo, un viejo pescador margariteño, lo llamó a un cuarto donde guardaba sus cosas. Las paredes estaban cubiertas de mapas y objetos náuticos.
—Javier —dijo el abuelo con voz grave—, ven, quiero mostrarte algo.
Abrió un antiguo cofre y sacó un pergamino amarillento.
—Este es un mapa del tesoro —explicó—. No un tesoro de oro y joyas, sino algo mucho más valioso: el mapa de tu vida.
Javier miró el pergamino con curiosidad.
Estaba lleno de símbolos extraños y caminos sinuosos.
—¿Qué significa todo esto abuelo? —preguntó.
—Cada símbolo representa una meta —respondió el abuelo—.
Un objetivo que te propones alcanzar. Los caminos son las decisiones que tomas para llegar a él.
El abuelo le explicó que sin un mapa, un marinero está a la deriva, sin rumbo fijo. Lo mismo ocurre con la vida. Sin metas, uno se pierde en la rutina y no aprovecha su potencial.
—Las metas te dan un propósito —continuó el abuelo—. Te motivan a esforzarte, a superar obstáculos y a crecer como persona.
Javier comenzó a entender. Recordó momentos en los que se había sentido frustrado por no lograr algo que se había propuesto. Ahora comprendía que la clave estaba en definir metas claras y trabajar para alcanzarlas.
Juntos, abuelo y nieto, comenzaron a trazar el mapa de la vida de Javier.
Definieron metas a corto, mediano y largo plazo: aprender un nuevo idioma, mejorar sus calificaciones, practicar un deporte, viajar. Cada meta era un nuevo desafío, una nueva aventura.
Con el tiempo, Javier se convirtió en un joven diferente.
Tenía una dirección, un propósito. Se sentía motivado y lleno de energía. Había descubierto el tesoro más valioso: el poder de las metas.
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